Francisco y su batalla contra el legalismo religioso
- Revista Jurídica U de San Andrés
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Por Hugo Seleme*

La relación entre el derecho y la religión usualmente se analiza en un sentido: el de la influencia que una cosmovisión religiosa tiene sobre el contenido y la interpretación de las normas jurídicas. El derecho se transforma en un instrumento para promover que las personas se comporten tal como la religión lo prescribe. Esto puede darse por dos motivos: porque se cree que es la religión verdadera y se tiene una visión perfeccionista del derecho, o porque se cree que compartir un mismo conjunto de valores religiosos es lo que mantiene unida a nuestra comunidad política, y se tiene una visión moralista del derecho. En el primer caso el derecho es una herramienta para promover los valores correctos, en el segundo simplemente protege los valores que son nuestros.
La influencia entre derecho y religión también corre en el sentido inverso. En este caso es una cosmovisión legalista la que repercute sobre la manera de entender y vivir la religión. El apego a la ley, al procedimiento ritual, propio del derecho, se traslada a la religión. La visión legalista de la religión que aparece como resultado es una centrada en las prácticas litúrgicas tradicionales y en las normas morales de conducta. La religión se transforma en un conjunto de procedimientos ceremoniales y normas sustantivas que indican el modo correcto e incorrecto de comportarse.
Como no podría ser de otro modo, este modo legalista de concebir la religión trae aparejada una manera característica de concebir a Dios. Este aparece como un legislador moral que exige obediencia, cuya voluntad es el fundamento de lo que es correcto o incorrecto, bueno o malo. Para entrar en contacto con él es necesario seguir una serie de mecanismos procesales. La liturgia y el ritual permiten acceder a su presencia, recibir sus dones, agradecer los concedidos, pedir los que se precisan.
El legalismo religioso se encuentra en las antípodas del mensaje cristiano. En primer lugar, el cristianismo se basa en un hecho, no en un código moral. El hecho de que Dios se hizo hombre como último intento, el más extremo, de volverse perceptible a nuestra mirada ensombrecida por el pecado. El recurso final de Dios para liberarnos de la soledad y hacernos sentir su presencia y compañía. El centro del cristianismo no es una doctrina acerca de cuál es el modo correcto de comportarnos, sino un acto de amor gratuito, incomprensible.
La corrección de la moral cristiana no está fundada en la voluntad divina, expresada a través de las palabras y las acciones de Jesús, Dios hecho hombre. La relación es inversa, la corrección moral de las acciones y las palabras de Jesús son una prueba de que posee uno de los atributos de la divinidad: la bondad. Dios no se hizo hombre para decirnos lo que es correcto o incorrecto moralmente, porque esto puede ser alcanzado con el mero uso de la razón. La divinidad de Jesús no es el fundamento para atribuir el carácter de correctos a los preceptos morales que enuncia. Por el contrario, la corrección de los preceptos morales enunciados por Jesús es el fundamento para atribuirle una propiedad de la divinidad: su bondad.[1]
En segundo lugar, el cristianismo se ubica en el extremo opuesto al ritualismo. Habiéndose Dios acercado infinitamente al hombre, hasta volverse el mismo hombre, también pierde sentido concebir a la religión como un conjunto de procedimientos rituales para entrar en contacto con la divinidad. La idea tradicional de religión – como conjunto de rituales y procedimientos para re-vincularnos, re-ligarnos con Dios – es completamente extraña al cristianismo. La idea de re-ligarnos con Dios tenía sentido antes de la encarnación, pero una vez producida esta, la distancia que los rituales y prácticas religiosas aspiraban a sortear ha sido eliminada. Al hacerse hombre, Dios se ha ligado de manera definitiva a la humanidad, haciendo innecesario cualquier procedimiento de re-ligamiento, volviendo inútil toda religión. Dicho de manera provocativa, el cristianismo representa el final de toda religión.
Estas características del cristianismo fueron progresivamente oscurecidas a lo largo de la historia. Su adopción en el año 380 como religión del Imperio Romano por Teodosio, quien culminó el camino iniciado por Constantino, lo puso en contacto con el derecho.[2] Comenzó allí un proceso de progresiva legalización que lo transformó en una doctrina, con fuertes aspectos morales, y en un rito. Tener un mismo credo, compartir las mismas creencias, pasó a ser la base de la unidad política. Las cuestiones interpretativas pasaron a ser centrales. Adicionalmente, la importancia que los rituales tenía en la antigua religión cívica del imperio se trasladó a la nueva religión oficial. El buen cristiano, al igual que antes el buen ciudadano, se transformó en el que asistía puntillosamente a todas las ceremonias religiosas, cumpliendo todas las exigencias del rito.
El último jalón de este largo proceso de legalización del cristianismo se produjo con motivo de la Reforma Protestante. El concilio de Trento fue una reacción defensiva frente a la amenaza existencial que la Reforma implicaba para la Iglesia. Fue un movimiento de enroque en la que el cristianismo europeo – en su variante católica romana – se volvió más centralizado en la autoridad papal, más focalizado en la pureza doctrinaria y más preocupado por el cumplimiento de los rituales. La unidad gubernamental encarnada en el papado, la unidad doctrinal y la unidad litúrgica, fueron las respuestas que la Iglesia ofreció a la amenaza de fractura que representaba la Reforma.
Durante el siglo XX el intento más articulado de revertir este proceso de legalización del cristianismo católico estuvo corporizado en el Concilio Vaticano II. La liturgia se volvió más flexible y plural, permitiendo, por ejemplo, el uso de las lenguas vernáculas en lugar del latín. La moral cristiana, esto es las normas sustantivas que permiten llevar adelante una vida de acuerdo con la doctrina, no perdió su centralidad, pero se propugnó un enfoque contextual de sus exigencias que intentaba adaptarlas a las cambiantes y variadas circunstancias concretas.
La tarea de recuperar al catolicismo de su deriva legalista ha mostrado no ser sencilla. Dentro de la Iglesia coexisten quienes añoran un regreso al modo preconciliar de concebir al catolicismo con quienes pugnan por volver realidad la tarea que el Concilio comenzó. El papado de Francisco debe interpretarse en este contexto. Francisco intentó purificar al catolicismo de su legalismo. Por un lado, procuró sacar a la Iglesia de su rol de “policía moral”. Por el otro, enfatizó, con gestos, que no se está en contacto con Dios por participar de ningún ritual o celebración.
En Julio del 2013, luego de haber participado de la Jornada de la Juventud en Río de Janeiro, en el vuelo que lo llevaba de regreso a Roma, un periodista le preguntó por la posición de la Iglesia sobre la homosexualidad. Francisco podría haber actuado como “policía moral” y referirse al artículo 2357 del catecismo. Podría haber distinguido entre las tendencias homosexuales y los actos homosexuales. Podría haber dicho que las primeras son inclinaciones desordenadas y que los segundos son pecados. El camino que eligió fue otro. Redirigiendo la pregunta, respondió: “…si una persona es gay, busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla?...”. [3] En lugar de responder sobre el carácter moral de la conducta, Francisco se centró en la persona y su intento bien intencionado de encontrar a Dios.[4]
Su ruptura con el ritualismo quedó clara desde su primera salida al balcón luego de ser elegido pontífice. Vestía sólo una sotana blanca. No estaba la estola bordada empleada por sus predecesores. Ni estaba sobre sus hombros la muceta roja de armiño. De su cuello no colgaba el cíngulo dorado, sino sólo una cruz. No llevaba en su mano el Anillo del Pescador, hecho de oro macizo. Su modo de vestir en esa primera ocasión era en sí mismo todo un discurso: lo ritual y litúrgico es accesorio.
Francisco intentó recordarnos, a quienes somos cristianos, que nuestra fe no descansa en un conjunto de preceptos morales o rituales litúrgicos. Nuestra fe se asienta en el hecho inexplicable de que Dios se hizo hombre por amor. Para mostrarnos en carne y hueso que “Él es el que está” y siempre ha estado a nuestro lado. Dios se hizo hombre para rescatar a los hombres de la soledad.
*Filósofo político argentino, profesor titular en la Universidad Nacional de Córdoba, investigador del CONICET y profesor visitante en la Universidad de San Andrés, Universidad Pompeu Fabra (Barcelona) y en el Centro Heidelberg para América Latina.
[1] He presentado y defendido esta idea en mi libro Puro Cristianismo. Hugo Omar Seleme, Puro cristianismo (México DF: Ediciones Goyoacán, 2018), Revista Jurídica de Buenos Aires 44, n.º 98.
[2] Fue oficializado por el edicto de Tesalónica. Sobre el trasfondo histórico de este evento puede consultarse Sócrates Scholasticus y Hermias Sozomenus, Socrates and Sozomenus Ecclesiastical Histories, en A Select Library of the Nicene and Post-Nicene Fathers of the Christian Church, vol. II, ed. Philip Schaff (Grand Rapids: Wm. B. Eerdmans Publishing Company, 1956), pp. 619–621.
[3] BBC News Mundo, “¿Quién soy yo para juzgar?” y otras 6 frases del papa Francisco que ayudan a entender su vida y su papado, BBC, 21 de abril de 2025, https://www.bbc.com/mundo/articles/c4gmrq2dp2yo.
[4] De hecho, Francisco en la misma alocución hizo referencia a lo señalado por el artículo 2358 del catecismo que establece que las personas homosexuales “(d)eben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a ellos, todo signo de discriminación injusta.”
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