Por María Fissore y Francesca David*
Nuestra Constitución Nacional, en su artículo 18, establece una garantía básica para todos los habitantes, residentes o no: la inviolabilidad de la defensa en juicio. Uno de sus prerrequisitos es el acceso a la justicia, principio básico del Estado de Derecho. Sin acceso a la justicia, las personas no pueden hacer oír su voz.
Sin embargo, en la actualidad, variados son los motivos que impiden o restringen tal derecho. La desigualdad social y económica puede ser, quizás, uno de los más influyentes. Si bien es una problemática que subyace en todos los ámbitos, adquiere especial relevancia en el proceso judicial, ya que un sector importante de la sociedad, producto de esa desigualdad, ve restringido su goce de garantías constitucionales. Dicho esto, intentaremos dar respuesta a una simple pero gran pregunta: ¿cómo la desigualdad de las partes en el proceso afecta al derecho de defensa en juicio?
Para ello, nos centraremos en cuatro aspectos: i) el problema de la distancia y la conectividad, ii) la importancia de un “buen abogado”, iii) la producción de la prueba y iv) las formas de terminación del proceso.
Antes de que inicie el proceso judicial, una parte de la sociedad corre con desventaja. Los juzgados suelen estar en zonas céntricas y comerciales. Si bien la distancia es esencial, también lo es la conectividad. Quienes viven en zonas residenciales o cuentan con los recursos suficientes concurren al juzgado y al estudio de sus abogados en auto, en taxi o en el medio que les sea más conveniente. En cambio, quienes viven en zonas marginadas, muchas veces deben caminar kilómetros solamente para encontrar una parada de colectivos que los acerque al lugar, sea este el juzgado o una clínica jurídica con asesoramiento gratuito.
Quiérase o no, quienes viven en la marginalidad suelen consumir mucho más tiempo para desplazarse, lo que impacta indirectamente en el acceso a la justicia. Entre trabajar e ir a un juzgado, es esperable que se opte por lo primero. Debido a esto, el simple derecho a conocer sus derechos queda en segundo plano por sus altos costos.
Si logran superar este primer obstáculo, se enfrentan al segundo: el pago de la tasa de justicia y gastos del proceso. Si bien existe el beneficio de litigar sin gastos, que en la teoría parece ser un “boleto de oro”, en la práctica puede perder su sentido.
El beneficio se vuelve eficiente solo en la medida en que la persona se encuentre representada por un buen abogado que haga valer su tutela judicial efectiva y su derecho de defensa. Böhmer sostiene que para que el juez pueda dictar una sentencia justa, cercana a la verdad, se requiere que la “calidad” de los abogados de ambas partes sea relativamente igual.[1] En otras palabras, que ambos puedan brindar buenos argumentos.
La teoría de la deliberación moral racional sostiene que es necesario que todos los que se vean afectados por el resultado de una decisión opinen y brinden razones. Quien presente las mejores razones, logrará convencer a los demás de que su decisión es la mejor y, por ende, la más cercana a la verdad.
El trabajo de un abogado consiste precisamente en esto: convencer a un tercero imparcial (juez) de que sus argumentos son mejores que los de la contraparte. Ahora bien, si uno de ellos tiene mejor formación que el otro, el “buen abogado” no solo podrá conocer mejor el derecho, sino que además manejará mejor el arte de la retórica. Así, quedará desprotegido e indefenso quien sea representado por el “mal abogado”, que brindará peores argumentos, y la igualdad de armas quedaría constituida como una simple ficción.
El Estado intenta dar una solución a este problema mediante la creación de clínicas jurídicas que financian abogados públicos. Sin negar que estas son de gran ayuda, la desigualdad de armas persiste.
Otro tema de trascendencia es que, para obtener una buena defensa, es imprescindible el ofrecimiento de buenas pruebas. El problema reside en que, al tener pocos recursos, la inversión en la actividad probatoria de la “parte débil” será desequilibrada en comparación con la producción probatoria de la “parte fuerte”. La producción de la prueba, ya sea pericial o documental, es costosa.
En cuanto a las posibles soluciones frente a la imposibilidad de ofrecer pruebas de la parte débil, la doctrina se encuentra dividida. Una parte se inclina por brindarle al juez un rol activo que le permita beneficiar a la “parte débil” para sopesar el desequilibrio. Otro sector, entre ellos, Hunter Ampuero, considera a esta solución viable, pero violatoria de los principios básicos del proceso, como el dispositivo y el de congruencia.[2] El juez dejaría de ser un tercero imparcial para convertirse en un asistente de las partes. No solo sus decisiones podrían ser tildadas de arbitrarias, sino que se expondría a demasiados prejuicios, dado que debería tomar partido de antemano.
Por ello, este sector, en el que se encuentra Acciarri, considera que el problema debe ser resuelto en los códigos de fondo.[3] Propone como método la carga dinámica de la prueba, que implica imponer sobre la parte más fuerte el ofrecimiento de la prueba. Esta figura tiene un fin loable, pero, en la práctica, puede resultar violatoria de ciertos principios.
Concretamente, el principio que rige en esta materia es que quien alega debe probar. Con la carga dinámica se estaría yendo en contra, no solo de este principio procesal, sino también de una garantía constitucional, dado que nadie está obligado a probar algo en su contra.
Entendemos que aspirar a una igualdad absoluta entre las partes en el proceso es irracional. Una homogeneidad absoluta es imposible. El límite se encuentra, precisamente, en la indefensión procesal. La capacidad económica de las partes debería volverse relevante para el proceso cuando la disparidad adelanta el resultado de la sentencia.
Finalmente, en el hipotético caso de que la parte débil lograra conseguir un buen abogado, ofrecer y producir las pruebas necesarias y sortear cada uno de los obstáculos, aun así puede que no se llegue a una sentencia. Al tratarse de contrapartes poderosas, puede haber otras formas de terminación del proceso, muchas veces cuestionables.
Cuando la parte poderosa, luego de haber agotado sus recursos procesales, aún tiene probabilidad de obtener una sentencia desfavorable, puede buscar una forma de terminar el proceso que no la perjudique. Sin siquiera dejar al tribunal expedirse sobre el conflicto, la parte “fuerte”, que tiende a aprovecharse de la situación de necesidad o vulnerabilidad de la parte “débil”, se sienta en una mesa de negociación, ofreciendo grandes sumas de dinero, evitando que se vea afectada su reputación. Si bien puede ser beneficioso para la parte “débil”, lo cierto es que este modus operandi, usual para las grandes empresas, es criticable desde el punto de vista de la justicia distributiva.
Asimismo, viendo cruda y fríamente la realidad, en ocasiones la parte “débil” debe enfrentarse a la posible influencia que la "parte fuerte" pueda tener sobre el juez. Realidad que urgentemente debemos modificar como sociedad, aunque ello excede al presente trabajo.
Volviendo a la pregunta inicial, podemos afirmar que la desigualdad de las partes impacta en el resultado del proceso, y especialmente en el derecho de defensa en juicio. Vimos que algunas de las formas en que esto impacta es en el acceso a la justicia, en las capacidades del abogado, en el ofrecimiento de prueba y en los modos de terminación del conflicto. Claro está que estas no son las únicas posibles manifestaciones.
Paralelamente, las soluciones que se proponen para cada temática suelen ser incompletas y consideramos que se debe a que se busca resolver el problema “desde adentro”, cuando en realidad se debería ver en gran escala una posible necesidad de reestructuración del proceso.
Lo que intentamos mostrar en este breve escrito es cómo la falta de recursos económicos afecta no solo en la calidad de vida, sino también la posibilidad de hacer valer los derechos que como personas les son consagrados. Así, el Estado de Derecho se convierte en una ilusión en la que los poderosos son cada vez más poderosos, y los débiles cada vez más débiles. El proceso, además de abandonar la igualdad formal que lo identifica desde sus orígenes, debería tener en cuenta las diferencias entre las partes y, a partir de estos presupuestos, construir una nueva formalidad sobre la base de la existencia inevitable y difícilmente superable de una desigualdad estructural. De este modo, logrará garantizar a todos el cumplimiento de sus derechos y hará efectivo, no solo el derecho de defensa, sino también el artículo 16 de la Constitución Nacional: todos los habitantes somos iguales ante la ley.
*Estudiantes de tercer año de abogacía, Universidad de San Andrés.
[1] Böhmer, Martín, “Igualadores y traductores. La ética del abogado en una democracia constitucional”, en Alegre, M., Roberto Gargarella y Carlos Rosenkrantz (Coord.), Homenaje a Carlos S. Nino, Buenos Aires, La Ley , 2008, pp. 353-371. [2] AMPUERO, Hunter, “El principio dispositivo y los poderes del juez”, Revista de Derecho de la Ponti cia Universidad Católica de Valparaíso XXXV (Valparaíso, Chile, 2010, 2o Semestre) [pp. 149 - 188]. [3] ACCIARRI, Hugo, “Distribución eficiente de cargas probatorias y responsabilidades contractuales”, LL, 17/Abr/2001.
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